Y sucedió de repente…

Pues sí. Hacía algún tiempo en el que  Epi había empezado a sentir “cosas raras” al ver a un chico del gimnasio. El estómago le daba un vuelco cada vez que le veía, su cara era perfecta, su sonrisa deslumbrante y un escalofrío le recorría la espalda cada vez que pasaba cerca de ella. Se había enamorado. Y aún no lo sabía. Fue su primer amor de adolescencia. Un amor platónico en el que no llegó a pasar nada real. Tan sólo en su cabeza, su imaginación.

En clase Epi me lo contaba todo, con detalle, para que yo le diese mi opinión, tan importante siempre para ella. Coincidía con Ricardo tres veces a la semana. Se veían en el gimnasio. A veces les ponían juntos, para hacer algún ejercicio por parejas. Ahí Epi no sabía dónde meterse. Temía que él se diese cuenta de lo que ella sentía. Pero recuerdo que ella me decía que esos días en los que podía tocarle eran mágicos. Apenas quería cenar, se acostaba pensando en él y se pasaba muchos momentos en clase recordando lo que había sentido el día anterior, deseando que llegase el siguiente día para volver a ir al gimnasio.

Siempre esperando... ser correspondida...
Siempre esperando… ser correspondida….

Pasó de los 13 a los 16 años enamorada platónicamente de él. Porque él no iba a fijarse en ella. Epi creía que era una chica de las feas, ya no sólo del montón. Su cuerpo había comenzado a transformarse poco tiempo antes y eso la desconcertaba. Se sentía desubicada en su cuerpo, entre los suyos. No quería eso. O, al menos, no sabía si eso era lo q quería, porque jamás se lo había preguntado a sí misma. Siempre tan pendiente de los demás, que ella no existía. Había hecho aparición en su cara el famoso acné, alguna chica llegó a llamarla “uniceja”, criticando el exceso de vello facial, los dientes desproporcionados y torcidos, etc. Vamos, que su autoestima estaba por debajo del suelo. ¿Cómo iba a fijarse en ella un chico tan guapo, tan “perfecto”? Por supuesto que Ricardo no le hacía ni caso. Bueno, la trataba como a las demás, sólo que como ella era muy tímida e introvertida, y las demás eran más dicharacheras, obviamente no hablaba mucho con ella.

Yo. Insignificante. Así me sentía.
Yo. Insignificante. Así me sentía.

Epi pasó muy malos momentos también, al compararse con las demás, a las que consideraba siempre más guapas, más altas, más listas, o más delgadas, con las piernas más bonitas o que eran más populares. ¿A dónde iba ella? Si no era nadie. Lo único que podía seguir haciendo es aquello que los demás esperaban de ella: sacar buenas notas, ser responsable y esforzarse al máximo en todo. De otro modo no conseguiría nada. Así que se centró en los estudios y fue la época en la que mejores notas sacó. Algo de lo que recuerdo se sentía muy orgullosa. Otro gran logro que consiguió, no sin muchas trabas y mucho esfuerzo, fue sacar el cinturón negro en kárate. No se lo pusieron fácil. De hecho, de las tres veces que se presentó, la primera la dejaron ir al tribunal sin estar lista; la segunda, el compañero que iba a hacer con ella los ejercicios prácticos la dejó colgada y no se presentó, por lo que Epi tuvo que improvisar con otra chica con la que coincidió la primera vez, pero que no pertenecía ni a su gimnasio, ni al mismo estilo de kárate. Así que lo peleó bastante, os lo aseguro.

Ricardo seguía sin fijarse en aquella pobre chica que no hablaba. Tan sólo una vez salieron juntos con todos los del gimnasio. Era la primera vez que Epi salía de casa, ya a los 15 años, casi 16. De aquella no existían los móviles, como muchos recordaréis. Y tuvo la mala pata de no avisar a sus padres de que llegaba más tarde (no eran ni las 9 de la noche), así que le cayó un buen chaparrón al llegar a casa. Epi se sintió muy desdichada. Sabía que pronto iba a dejar el gimnasio para centrarse más en los estudios y que iba a dejar de ver a Ricardo. ¿Qué iba a hacer ella ahora? ¿Cómo iba a demostrar a sus padres que realmente era una chica muy responsable?

Algo que la ayudó, al menos temporalmente, fue que en unas pruebas de educación física del colegio, alguien se fijó en ella y en otra compañera y las animó a apuntarse a un club de atletismo del barrio. Así que allá que fueron las dos. Me acuerdo cuando Epi me contaba cómo se sentía cuando corría rápido. La distancia de aspersor a aspersor  era de 25 metros. Cuando recorría esa distancia dando grandes zancadas se sentía la persona más libre del mundo. Y cuando se iba a casa después del entrenamiento, se iba con una sensación de subidón que le hacía olvidarse de todo lo malo. Así fue cómo el deporte le ayudó en su autoestima. El deporte consiguió que tuviera una disciplina para con ella misma, que se cuidara para estar bien, sentirse bien.

Pero no todo iba a ser de color de rosa…

 

(Continuará la historia de Epi enfrentándose a su futuro inminente…)

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